Llegas con los ojos bien abiertos, tratando de que nadie lo note. Todo parece demasiado nuevo y traes contigo sentimientos de esperanza y orgullo, pero también de incertidumbre y temor. Estudiar arquitectura es querer ser parte de una tradición muy creativa, es un reto que no todo el mundo se siente capacitado a afrontar. Las notas tenían que ser altas para ser admitido a la Escuela, y lo fueron. Pero tenías que traer algo más que aún no sabes definir bien. Algunos le llaman talento, otros, vocación. Siempre habías sentido curiosidad por muchas cosas. Te gustaba dibujar…
Entre el bullicio y las miradas burlonas de aquellos en niveles superiores, buscas desorientado el taller de diseño que te corresponde. Te apoderas tímidamente de una mesa de dibujo. Miras a los que serán tus compañeros y ellos contestan con una mueca de resignación. Los profesores llegan, se presentan y dan una breve descripción del curso. De inmediato asignan el primer ejercicio, sin mayores explicaciones. Tienes entrega en unas horas. “Entrega” es la palabra que de ahora en adelante marcará los intervalos de tu nueva vida. Tres ejercicios después termina tu primer día con una asignación para la próxima clase. De nuevo, muy pocas explicaciones. Esa noche no puedes dejar descansar tu mente. Será la primera de muchas.
Al primer mes ya sabes que tu ritmo circadiano permanecerá fuera de control por los próximos cinco o seis años. A mitad del semestre te sientes como si hubieras caído de paracaídas en el ojo de un huracán. A veces, desde tu mesa, auscultas las soluciones de tus compañeros como quien busca un salvavidas, pero es inútil, no tienes tiempo ni para compararte con los demás, y así será de ahora en adelante. Todos los días tienes entregas, críticas, jurados. Este primer año es el gran colador. Muchos abandonarán la carrera sin siquiera terminarlo aunque hayan llegado a él con el talento necesario. Te lo advirtieron una, y otra, y otra vez.
Aunque invertiste gran parte de tus vacaciones en reponer el sueño viejo, comienzas el segundo año con entusiasmo. El huracán del primer año te soltó en terreno conocido pero en dirección hacia uno desconocido. Ahora le asignan más tiempo a los ejercicios y conoces de sobra lo que es una crítica aunque todavía desconoces como responder adecuadamente a ella. No logras entender que las críticas no son dirigidas a tu persona porque, según dicen tus profesores, todavía no has conseguido despegarte emocionalmente de tu trabajo. Nunca podrás, lo saben ellos muy bien. Cuando crees que has adelantado, las otras materias: las tecnologías, las estructuras y las historias reclaman atención urgente. Comienzas a expresarte balbuceando términos que oyes en conversaciones de estudiantes mayores, aunque no estés del todo seguro de sus significados. Los profesores sonríen al escucharte. La tentación de criticar todo lo que ves a tu alrededor se agudiza. Y —muy vagamente todavía— crees entender de qué realmente se trata la arquitectura.
Al tercer año la confianza en ti mismo decide al fin —aunque con cautela— posarse sobre tus hombros. Te ayuda la limitada experiencia que adquiriste trabajando en una oficina de arquitectos durante el verano. Te atreves por primera vez a cuestionar los comentarios de los profesores y, para tu sorpresa, ellos acogen el cuestionamiento con satisfacción y lo alientan. Sientes que puedes entablar diálogos con aquellos que se muestran receptivos porque tu lenguaje ha adquirido herramientas de razonamiento que muestran ya la base de la disciplina. De libros y revistas aprendes ejemplos de proyectos que eres capaz de utilizar como precedentes. Tu capacidad de tantear varias alternativas para el mismo ejercicio adquiere velocidad y discernimiento, y logras discriminar con argumentos que te parecen convincentes aunque eres, casi siempre, demasiado categórico. Para ti todavía todo se define en negro y blanco. No hay tonos de grises.
En tu cuarto año se complican los proyectos y se te requiere mayor detalle. Debes ahora justificar tus diseños también con rigurosidad sobre los asuntos funcionales. Si has llegado hasta este punto, tus profesores presumen que terminarás la carrera, por lo cual las críticas girarán cada vez menos alrededor de los aspectos conceptuales. Te quieren encaminar con mayor firmeza hacia aquellos aspectos de la construcción que hasta ahora despachabas a veces con desprecio, por pura ignorancia. Te percatas de que lo que dibujas se debe de poder construir. Sientes que la creatividad se torna tímida mientras aprendes a incorporar todas las tecnologías y sistemas que contiene un edificio. Descubres que en el futuro tus proyectos dejarán de ser solamente dibujos y maquetas para convertirse en organismos con ansias de existir. También te das cuenta de que hacer las cosas bien, y rápidamente, no implica contradicción alguna. Y entonces, para completar, te introducen al gran esquema del urbanismo y todo se complica aún más. Pero, sigues en pelea. Por muchas razones, anida cierta madurez en todo lo que haces.
Ahora estás cerca de la meta y estás casi solo. En tu último año de estudios, el profesor se muestra esquivo y funge ahora solamente de guía; pero tú trazas tu camino. Los pocos compañeros que aún te quedan trabajan, igualmente solos, con un programa de diseño formulado individualmente. Cada cual se gradúa a su propio ritmo. Y, cuando a ti te llega el momento al fin, sales de La Escuela como quién termina una de las muchas largas noches de trabajo… con los ojos aún abiertos pero mirando ahora de una manera muy distinta. Porque sabes —bien sabes— que ahora es que comienza tu educación.