LA ABSTRACCIÓN DE LA NATURALEZA

“Isn’t it that one wants a thing to be as factual as possible, and yet at the same time as deeply suggestive or deeply unlocking of areas of sensation other than simple illustrating of the object that you set out to do? Isn’t that what art is all about?”  — Francis Bacon

Seguramente ustedes habrán escuchado la frase que dice que la realidad suele ser más extraña que la fantasía. Pues bien, durante ya varios años he comprobado que, no solo es verdad, sino que a menudo sobrepasa las expectativas.  

En el campo de la fotografía digital es común utilizar los muchos recursos que nos brindan los programas de computadoras para mágicamente alterar las fotos. En muchos de los casos, las fotos son tan excesivamente “procesadas” que el resultado suele ser erróneamente considerado como uno de mayor valor artístico simplemente porque el fotógrafo le ha dedicado más tiempo a un proceso “manipulado”. Sin embargo, estas obras terminan tan alejadas de aquello que fue capturado inicialmente por la cámara que uno se pregunta si deberían pertenecer a otra rama de las artes gráficas y no a la “Fotografía”. La línea divisoria puede ser tan frágil como la que separa a la “pintura” de la “ilustración”, pero como en ninguna de estas últimas se espera una representación fiel de la realidad, el cuestionamiento es menor. Además, la definición de ambos términos depende de otras circunstancias entre las cuales se encuentra la utilización de la obra, la cual puede haber sido, por ejemplo, comisionada por alguna publicación para ilustrar el tema de un artículo. Como resultado, el nivel de “utilidad” de la obra vuelve a poner injustamente en duda el valor del arte, presumiendo que tal función lo degrada.

¿Cuándo es una ilustración considerada “arte” y cuándo es una pieza de arte considerada “ilustración”? Comparemos por un momento a Norman Rockwell con Andy Warhol (escojo a estos dos artistas precisamente por la controversia que el valor de sus obras puede generar). ¿Es la intención de la pieza lo que define tal distinción? Si esto fuese verdad, entonces la explicación del artista, y no necesariamente la interpretación del observador, sería esencial para poder situar la obra en su justa clasificación y toda la historia del arte quedaría en duda ya que no tenemos formas de conocer esas intenciones en culturas antiguas donde seguramente no existía esa división. La sobreinterpretación es un fenómeno bastante moderno que se explica cuando el “contenido” y la “ejecutoria” se divorcian. 

Algunos fotógrafos han sufrido este aparente conflicto expresando que prefieren las fotos que toman “para sí mismos” a aquellas que son comisionadas. Para otros, como sucedía en el caso de W. Eugene Smith, sus imágenes siempre tenían el mismo valor y defendían vehementemente lo que entendían como su derecho a escoger las fotos a publicarse. Sin embargo, los editores de revistas de contenido primordialmente visual han tradicionalmente llevado a cabo su trabajo exitosamente (Life, Look, National Geographic). La capacidad de poder discriminar cuáles obras son las mejores requiere mantener una distancia que no permite el fuerte apego que el artista siente al terminar el proceso de creación. El fin de este proceso es, en efecto, muy parecido al de un parto. Para un pintor debe ser bastante difícil separarse de su “criatura” ya que cada pintura es única y es posible que su autor no la vuelva a ver jamás, dependiendo de dónde esta vaya a parar. 

Dos de los factores determinantes para la creación de una obra de arte, los cuales afectan su nivel de originalidad, son la cantidad y naturaleza de las limitaciones impuestas sobre ellas. En siglos anteriores era común que los pintores llevaran a cabo sus obras de acuerdo a unas especificaciones bastante estrictas dictadas por sus clientes y muy pocos se atrevían a desafiarlas, sobre todo porque tales clientes solían provenir de la nobleza o de la poderosa estructura eclesiástica. Sólo aquellos que ya habían obtenido la fama necesaria para ello, como Miguel Ángel, eran “perdonados” por sus atrevimientos. 

Así que, como podemos ver, no existía mucha diferencia entre lo que hoy podríamos llamar “ilustración” de aquello que entonces era indudablemente considerado “arte”, aunque su función era muy similar: la propaganda (y no solamente en el mal sentido). Por supuesto, no existían la multitud de publicaciones o medios de comunicación con los que ahora contamos, pero tampoco existía algo muy importante que facilitaba el proceso y el mensaje: la Fotografía. Lo que antes era una interpretación del artista, o de su cliente, ahora con la Fotografía podía ser un pedazo de la realidad, y esto imponía, ya de por sí, una ventaja (la imagen reflejaba algo “verídico” y por lo tanto más convincente) pero, a la vez, podía significar también una limitación importante y por ende un mayor reto para la originalidad.

El exceso de libertad es tan desconcertante que los artistas, a falta de restricciones, buscan a menudo formas de crearlas. El arte más limitado es sin duda la arquitectura y viene acompañado de una condición frustrante: la obra, una vez construida, no pertenece al arquitecto (a menos que el edificio sea de su propiedad, pero esa no es una norma común). Lo único que es suyo, inclusive legalmente, es el diseño según se expresa en los dibujos y no en la construcción. Muchos pintores, músicos y escritores buscan formas de imponerse límites —a veces inconscientemente— más allá de los obvios —aquellos propios del medio utilizado, las convenciones que hereda, el sujeto escogido o impuesto— en sus métodos de trabajo o los mismos surgen naturalmente a medida que sus influencias, preferencias, intereses, obsesiones e idiosincracias van formando su “estilo”. Este es un tema más complejo de lo que aparenta si consideramos que existen teóricos, particularmente aquellos de ideología política socialista, entre los que se encuentra Nicos Hadjinicolau, que se cuestionan el concepto del “estilo” individual. El buen artista trata de trascender una o varias de estas limitaciones porque ese es el reto que lo anima. 

Quizás finalmente es precisamente esto lo que asemeja a las obras que se llevan a cabo por comisión con aquellas que se crean para su particular y puro placer. La aplicación de aquello que llamamos “principios de diseño” — una serie de normas y recursos útiles bastante universales en todas las artes— establecen un tipo de disciplina de creación que conforman unos límites necesarios. En el caso de la Fotografía de la naturaleza, esta no tiene por qué ser una faena descriptiva de flora y fauna sino que puede abordarse de la misma manera expresiva que lo hacemos con cualquier otra manifestación artística utilizando esos mismos principios, destacando la composición y sus ingredientes: la jerarquía, el color, la forma, el ritmo, el contraste y la proporción. Lo revelador es que todos estos recursos compositivos existen naturalmente y se encuentran en espera de que alguien los reconozca. Para ello no hace falta el uso de la alteración digital.

Sí, es verdad que las imágenes siempre pueden mejorarse de una manera similar o mejor a como antes se hacía en un cuarto oscuro (ajustar contraste, saturación, exposición), pero no hay necesidad de añadir lo que no existe.

La realidad es transformada según el equipo que se utilice para capturarla (con todos sus defectos y virtudes), sin dejar de ser realidad. Y mientras más se fija uno en el sujeto, más abstracta, fantástica y extraña puede resultar.

 

 

 

 

El PLACER DE LA ANTICIPACIÓN

En uno de sus textos sobre los medios de comunicación, el escritor y filósofo italiano Umberto Eco explicó por qué las telenovelas (las llamadas “culebrones”) gustaban tanto al público a pesar de que la trama básica de todas ellas era prácticamente la misma. Esa popularidad irónicamente depende, nos decía, de precisamente eso: de que aunque las telenovelas tengan distintos títulos, se desarrollen en épocas diferentes y sus personajes no sean los mismos, podemos, con un alto grado de precisión, predecir el final desde sus primeros capítulos aunque luego se desarrolle un laberinto de situaciones en los subsiguientes y, al hacerlo, sentirnos sumamente astutos sin importarnos que ese final demore en llegar 200 capítulos después. Esa sensación de sentirnos clarividentes la atribuimos a nuestra inteligencia, y es lo que nos recompensa con una inmensa alegría. También, como otras cosas que nos dan placer, nos convierte en adictos, y una vez terminada la telenovela, esperamos ansiosos por la próxima, comenzando así otra vez el mismo ciclo. 

Con la música parece que sucede algo similar. La revista Nature Neuroscience publicó recientemente un artículo de cinco investigadores que descubrieron que al escuchar música no solo sentimos placer, algo que ya sabíamos, sino que existe una secuencia electro-química en nuestros cerebros que nos lleva poco a poco hacia al clímax de ese placer al final de la obra musical. Igual que en las telenovelas pueden sorprendernos con algún suceso inesperado aunque no se altere en esencia nuestra expectativa, en la música los patrones impredecibles mantienen nuestra atención e interés a través de la duración de la pieza pero en ambos casos también se colocan pistas necesarias para que no nos perdamos del todo.   

La revelación más importante del estudio del mencionado artículo es que esa ruta hacia el final es una importante parte del placer que sentimos. La dopamina, el neurotransmisor que nos permite reconocer un estímulo con potencial de recompensa, recorre por ciertas partes del cerebro durante una fase de anticipación, preparándonos para ese momento máximo de felicidad. 

En los casos discutidos anteriormente, esta recompensa consiste de la satisfacción causada por nuestra capacidad de perspicacia en las telenovelas, y, en el caso de la música, por algún patrón musical al final de la pieza que tenga una estrecha relación con el que escuchamos al principio.  

Los compositores siempre han utilizado su instinto y experiencia como un recurso para negarnos la satisfacción total hasta el final, por supuesto, pero el conocimiento de los eslabones de la cadena fisiológica que descifra este recurso se nos había negado hasta que la tecnología necesaria para confirmarlo no estuvo presente. En ciertos géneros musicales este proceso es más evidente que en otros. En el jazz, por ejemplo, es complejo. En la música popular, bastante simple, y en el caso de algunos formatos de la música clásica el proceso respondía a unas convenciones tradicionales. Las sinfonías, por ejemplo, se regían por ciertas normas, y sus movimientos lo hacían también de una manera individual. El primer movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven es un buen ejemplo: primero se establece un tema inicial, después aparecen variaciones y juegos melódicos para crear esa fase de tensión que anticipamos y al final aparece, para liberarnos de la ansiedad causada por dicha tensión, una resolución con una fuerza poderosa; alegría y éxtasis. Y lo mejor es que no importa las veces que hayamos escuchado esta pieza, la sensación sigue siendo la misma. Este poder de volver a conmover una y otra vez es, de hecho, una de las características definitivas de una obra maestra.

Me parece importante este descubrimiento porque no puedo dejar de preguntarme si un proceso similar ocurre también en la literatura o en otras artes donde en la obra exista algún tipo de secuencia como parte esencial de la misma. En el caso de la música y la literatura, la secuencia ocurre en nuestras mentes, pero en otras puede ocurrir también al dirigir nuestros cuerpos por alguna travesía. Este sería el caso de la arquitectura, y posiblemente también de la escultura, dependiendo de su tamaño y concepto. 

Hasta ahora hemos hablado de este fenómeno desde la perpectiva del recipiente de la obra de arte, pero, ¿y el artista? ¿anticipa él también el final de su obra con la misma sensación durante el proceso de su creación? Por supuesto, el escritor, el compositor, el arquitecto, el pintor y el escultor pueden planificar, o al menos tener una idea vaga de la expresión final de la obra, pero eso no garantiza que durante el proceso esa idea vaya mutando, lo cual es, creo yo, la parte más emocionante de la creación. El placer está totalmente presente durante este período de dudas, decisiones y hasta los llamados happy accidents, y su final es catártico. Desconozco si ese placer creativo ocurre de una manera similar al placer del descubrimiento en las personas que reciben la obra de arte, pero sí sabemos que durante la creación, muchas partes del cerebro se activan, lo cual demuestra que ese proceso es intenso y requiere mucha energía. Nuestro cerebro consume 25% del oxígeno que nuestro cuerpo posee, además de muchas de sus calorías disponibles, por lo tanto el cansancio “mental” o “creativo” del que a veces nos quejamos es fisiológicamente real. 

Para el fotógrafo, su trabajo no requiere de esa secuencia de la que hablamos ya que cada foto es un acto que se completa en segundos. Sí puede haber una planificación en el caso de la fotografía de estudio u otros casos, y también puede existir un proceso creativo adicional si alteramos la foto al procesarla o prepararla para impresión. Pero una vez se toma la foto, concluye el acto creativo esencial. Lo que sigue es un trabajo sobre una base terminada que completa el proceso creativo.

DAMN THE TORPEDOES

Things have been extremely slow for the architect's profession in the last few years, almost everywhere on the planet. Many people are questioning the future validity of our labor, and most architects I meet are uncertain. The attention the starchitects get from the media either misleads or hides this reality. Most published projects are those that have been built with huge budgets, and in times of worldwide economic crisis, not counting the Arab countries, one wonders where the money comes from. Even in economies that are not doing very well, like China's, distinctive and massive constructions surge at an incomprehensible rate. There'll always be money for some things, but architecture is much more than a monument-spilling machine. Humble architecture doesn't get noticed because.... well... its makers are too humble. 

Everybody's predicting that with the Artificial Intelligence boom, architecture will become a mere hobby. Algorithms are expected to become much more efficient in creating buildings that would satisfy their users' practical needs and, at the same time, meet budget constraints. In the future, individual expression and passion will be of no consequence. Architecture –good architecture– is supposed to be art. But the gap between ego-driven-form giving-obscenely-costly buildings and what most architects can produce in real life has become unsurmountable. Maybe I'm wrong. Maybe it has always been that way. Maybe Hemiunu would disagree with me. However, when we, baby boomers and older generations of architects, watch some software generate a myriad of shapes as if by magic in a small amount of time, a fear of obsolescence short circuits quite a few synapses. Are we designing as consciously as we had all along? In its broadest sense, we could argue that it loses meaning when Architecture disconnects some human intimacy fibers. 

Since almost nobody knows anymore what art really is — which, ironically, nobody ever really knew anyway— the need for a definition has reached an all-time low. Art was a thing of faith; as such, we thought we knew what it was even though we also knew it was indescribable. It is still a mystery justified by thousands of interpretations, and most of them end up in the same colossal cul-de-sac. Art has become a commodity more than ever before, and the confusion seems to have been created by design. If the general public can't assess quality, somebody has to tell us what's good and what's bad, but they'll fall into the same trap. I'm afraid the people who profit from it will suffer the same consequences because, most probably, AI will also establish the price of art. 

As a medium, technology is an unstoppable wonderful marvel. As a creator, old-fashioned me has serious doubts. Who are and will be the AI programmers for these kinds of creative endeavors? How are and will the parameters be collected and assembled?

And, most importantly, once freed and on its own, How will AI decide what's beautiful and what's not? Worse still, will it matter? How can we cram passion —another quite elusive word— in the machines if it's already not so easy right now to do it in our own hearts, brains, and bones? Again, will we live in a world where the machines will also have artificial ghosts with the conflictive and passionate emotions that usually fuel creativity? Remember, above all that passion, as Graham Parker said, "is no ordinary word".  

Still, we can't lay down our arms and succumb to the apparently inevitable. And if it's inevitable indeed, then let's enjoy the time left. We still have time to shake the shock and ride the rough. So, while we still can, let's not allow, with all its faults, Architecture not to be Architecture. 

Damn the torpedoes and godspeed...